14 diciembre 2006

Antigua huella mía

por Manuel Guerrero Antequera
[Columna publicada hoy 14 de diciembre en la edición especial de The Clinic (N°195), a propósito de la muerte de Augusto Pinochet]

En 1985, en plena dictadura, cuando tenía quince años de edad, me encontraba abrazado a mi polola observando desde un octavo piso el crepúsculo santiaguino. Ver el sol posarse sobre el horizonte urbano nos llenaba de tranquilidad en aquellos duros días de intensa actividad política. De pronto, desde mi más profundo interior me surgió intempestivamente una duda. A boca de jarro le pregunté a mi chica si sería capaz de aguantar la tortura. Mi sorpresa fue grande cuando ella con toda naturalidad me respondió que por supuesto. Me sentí incómodo. Me molestó su seguridad. Yo no estaba tan cierto sobre mí mismo. Ella me miraba con ojos grandes mientras le confesaba que yo creía que no iba a aguantar. No nos dijimos nada más. El silencio era elocuente. Mientras el sol resbalaba a lo lejos deseamos habernos conocido en otro tiempo y lugar.

La reflexión que me provoca aquel recuerdo irrumpe desde el estupor y la bronca que aún hoy me genera la evidencia de la verosimilitud de la persecución, la prisión política, la tortura y la desaparición de personas que caracterizó al Chile de Pinochet. Por años me expuse a las palabras entrecortadas o mecánicamente fluidas de mi padre que refería con pudor su experiencia vivida en los recintos secretos del fascismo criollo y aprendí a auscultar sus silencios, observar mudo sus marcas en el pecho, desarrollar un humor extraño para reírnos juntos de situaciones insólitas que a cualquiera harían llorar. Recuerdo con ternura aquellos momentos, pero me rebelo a aceptar que mis hijas alguna vez deban pasar lo mismo conmigo.

Con Pinochet fuimos arrojados como sociedad a una experiencia límite que hasta hoy le ha puesto límites a nuestra experiencia cotidiana de desear, amar, entregarnos al otro sin temor. En corto tiempo nuestro país fue transfigurado en un campo de batalla entre victimarios, activos o pasivos, y víctimas directas o indirectas. Freaks. Monstruos. Surgieron los Fanta y las Flacas Alejandra, por un lado, y aparecimos los Rettig, los Valech y retornados por otro. Pero, si bien las marcas del terrorismo de Estado fueron perpretadas sobre cuerpos concretos, lo que ocurrió a Carmen Gloria Quintana, a Sebastián Acevedo y a tantos otros, no nos sucedió en tanto individuos aislados, sino como cuerpo social, como país. Y de todo ello tienen responsabilidad personas e instituciones con nombre y apellido, y como tales deben ser juzgadas y castigadas. Pero, nuevamente, que un conjunto de personas individuales sean condenadas por su participación directa en las fechorías de la dictadura no implica que hayan sido superadas las condiciones de posibilidad que permitieron que se perpetraran los crímenes de lesa humanidad. Es como sociedad que debemos replantearnos el modo en que vivimos la vida para que hechos de esta naturaleza no vuelvan a ocurrir, lo que conlleva echarle mano, con mayor energía y participación, al modo en que comprendemos y actuamos en los ámbitos de la economía, la cultura y la educación, las fuerzas armadas y la política. En tales esferas vive y goza de buena salud el Capitán General.

Pero tengo la esperanza que procesos de emancipación colectiva arrancarán de cuajo su herencia, que no es otra que la del capitalismo inhumano que actualmente ha puesto incluso en riesgo la sobrevivencia de la especie. Cuando llegue ese momento de libertad efectiva abrazaré a mi esposa e hijas y me acordaré con emoción de aquella polola que tuve cuando niño. Podré asumir en ese instante que en realidad nunca fuimos víctimas, sino luchadores, y que mi propio testimonio podrá descansar en paz junto al de mi padre, pues será solo la antigua huella que dejó un dictador que, en la sociedad porvenir, habrá muerto para siempre.