30 marzo 2007

Otro 30 de marzo



Siempre llega este momento del calendario que, aunque sabemos que volverá cada año, se deja siempre caer como un aguacero inesperado. Lo vivimos con sorpresa, como un cambio de ritmo de nuestro reloj biológico, como el cambio de velocidad de una bicicleta que se esfuerza por avanzar en un sendero más inclinado cada 30 de marzo.

No estás, y ese es el factum inapelable. Llaman mis amigos, llama mamá, me escribe mi hermana, pero tú no estás. Como cuando concluyó el amor de mi primera novia cuando tenía 13 añitos, y con el corazón en la mano te fuí a buscar en bicicleta a tu departamento, pero no había nadie. Y esperé, esperé y no llegaste. Y se me secaron las lágrimas, recuperé la tranquilidad y la dignidad de que hay que seguir no más adelante, pero solito, sin que estuvieras ahí.

Porque estabas otra vez escondido y en alguna reunión importante o dirigiendo alguna marcha, arriesgándote siempre al máximo, expuesta la fragilidad de tu vida ante la irracionalidad de la represión más racional y calculada que jamás ha conocido Chile y el continente. Y tomé mi bicicleta verde y desandé todo el camino, sin novia ya a quien llamar al llegar a casa, sin querer hablar de ese dolor que es perder una polola con mamá porque era tema de conversación entre hombres.

Y aprendí a afeitarme solo, a lustrar mis zapatos para ir al Conservatorio a dar mi examen de guitarra bien presentado, y para qué decir que aprendí los misterios del amor adolescente sin posibilidad de comentarlos contigo. Y no recuerdo que hayas estado para corregirme la forma de esparcer el betún, o que hayas escuchado cómo interpretaba a Fernando Sor en guitarra, y menos que compartieras conmigo cuáles fueron tus experiencias de joven enamorado. En el Chile de los ochenta siempre estuviste en otra parte papá, aún vivo.

Luchabas sin fin, organizabas sin descanso, no comías, no dormías, hacías y deshacías casas para mudarte por seguridad a otras. No fumabas pero llegabas con olor a cigarro por las largas reuniones. En el exilio viajabas por doquier a juntar recursos para la resistencia en Chile, impartías ánimos a los jovenes para que regresaran a su patria y no se perdieran en el lujo artificial y sin identidad del mundo llamado desarrollado, cantabas, jugabas a la pelota y al ping pong, estabas en todas partes a la vez. Cruzabas a Afganistán, Moscú, Finlandia, Grecia, Italia, Budapest, Estocolmo, Londres, Madrid, París, México, Cuba, Nicaragua. Y yo mientras estudiaba mi básica dando mis primeros pasos en las lecturas y ensayando mis primeros poemas, me subía a los árboles y gritaba cual Tarzán, cazaba abejas, mariposas y saltamontes de
alas de colores, juntaba láminas de grupos musicales, coleccionaba estampillas, vendía revistas para comprarme más libros y estampillas, me enamoraba y desenamoraba de mi profesora y tocaba guitarra, tocaba guitarra, tocaba guitarra sin fin, deshaciendo mi ser para alcanzarte en otra dimensión, más allá de la geografía de los puntos cardinales y el tiempo del reloj.

Como hoy, pero con la diferencia que finalmente llegabas de tus periblos como Marco Polo cargado de sorpresas, regalos e historia que compartías con nosotros acurrucados a ti desayunando en la cama. Y me traías nuevas estampillas para mi colección, y me regalabas discos de Zitarrosa porque ya habías detectado que me fascinaba su forma de tocar la guitarra, y revisabas mis saltamontes y contabas sobre tu infancia proleta cazando bicharracos en el sur. Y mamá te comentaba que me había caído de un árbol gigante y aprovechabas de decirme que una vez te quebraste la clavícula imitando a Tarzán. Y te sentabas conmigo a arreglar y amononar mi bicicleta, con la salía a conquistar húngaras bellas medias gitanas. Y por la tarde jugábamos hasta que no veíamos la pelota porque había caído la noche. Y nos tirábamos en trineo por los cerros
nevados, me hablabas de cuando fuese un poco mayor cómo debía afeitarme, qué me pasaría con las novias que llegara a tener, que supiere que pasara lo que pasara la tierra seguirá girando como dijo alguna vez Galileo. Y me contabas acerca Jorge Dimitrov, cómo fue digno al defenderse solo ante un tribunal nazi y demostrar su inocencia. Y mi pequeña biblioteca se llenaba con los libros que me traías...

Siempre estuviste ahí mi querido viejo. A tu manera, con tus tiempos y destiempos, con tus velocidades diferentes a la de las vidas normales. No estabas y estabas, te adelantaste a los hechos y dejaste guardado en el baúl de mi memoria material para llenar la bibliteca de Alejandría. Como si hubieses sabido que luego de tu regreso a Chile en 1982 solo te quedaban tres años de vida, y en esos tres años trataste de hacer caer a la dictadura organizando masas y masas de gente que hoy me escriben y te añoran con el mismo cariño con que yo te escribo y añoro.

Te tuve que compartir desde pequeño querido papá. Nunca fuiste plenamente mío, siempre fuiste de alguna manera de todos. Y eso me emociona hasta la médula espinal. Qué manera más curiosa de amar a un padre, papito. Te sigo queriendo y conociendo a través de los demás, y sigues formándome como ningún otro ser jamás lo podrá lograr. Tu amor infinito a la humanidad y a tu pueblo deshace mi pena de niño y recojo tu mano desde mi mano adulta, pero como el pequeño que te adora vuelvo a pensar en ti en este nuevo 30 de marzo en que ya no puedes volver con sorpresas desde tus viajes misteriosos.

Mañana te espero encontrar entre la gente, como lo dice tu nombre Emanuel.

¡Venceremos! Paz y amor (y rockandroll) como me sopla mi hermanita América desde Suecia.

Te amo, por siempre, estés donde estés, aunque sea en ese espacio interior que llamamos memoria. Besos.

Manolito.

29 marzo 2007

Mi padre secuestrado en un día como hoy, pero por siempre vivo


En diciembre de 1984, estando en pleno Estado de Sitio, las distintas generaciones de la familia Guerrero Ceballos nos reunimos en la antigua casa de Maipú a celebrar la llegada del nuevo año. Ahí estuvo mi Tata, Don Manuel, con la abuelita Herminda, rodeados de sus hijos y nietos, entre ellos América y yo. Si bien todos teníamos profundos deseos de sentirse felices por estar reunidos, faltaba el Checho que estaba desaparecido, Máximo y Pablo que estaban en el exilio, y mi papá que vivía de casa en casa, escondido. La fuerza de esta familia había sido puesta a prueba durante toda su existencia, pero esta incertidumbre por la vida de mi padre para todos era muy difícil de sobrellevar.

Sin embargo, de pronto un vehículo conducido por el menor de los Guerrero Ceballos, mi tío Pancho, entró hasta el fondo de la casa, lo que no era su costumbre habitual. Se bajó un poco nervioso del auto y abrió la maletera. Los que pudieron se acercaron a ver qué regalo o sorpresa traía dentro. Sólo se vieron frazadas, pero estas se comenzaron a mover y por debajo de ellas apareció un rostro dulce, muy conocido por todos: era mi padre. Arriesgando su vida había venido a abrazarnos a sus hijos, padres y hermanos que no veía hace meses. Aquellas fueron horas hermosas, que en medio del espanto y el horror, abrieron un espacio de ternura en nuestro hogar, y la familia reunida, de abuelos, padres, hermanos, hijos, nietos y sobrinos nos abrazamos emocionados deseando que el año que comenzaba fuera el año de conquista de la democracia por parte de los trabajadores.

En aquella ocasión con mi hermana América no dejamos de aferrarnos a las piernas, cintura, brazos y cara de mi papá. Cantamos, como de costumbre, junto a Owana y luego lavé con mi papá decenas de decenas de platos mientras nos contaba de sus peripecias. Estaba muy sereno. Lo queríamos un montón. Fue el último año nuevo que pasamos juntos.

En enero de 1985, la Vicaría de la Solidaridad presentó el testimonio de Andrés Valenzuela, debidamente protocolizado, ante los tribunales de Justicia, pidiendo la designación de un ministro en visita para que investigara los hechos allí relatados, solicitud que, sin embargo, como era la práctica habitual, fue rechazada.

A principios de marzo de 1985, el Ministerio del Interior alzó la orden de aprehensión contra mi padre, quien inmediatamente se reincorporó a sus actividades docentes en el Colegio Latinoamericano de Integración y a la actividad gremial en la AGECH.

Sin embargo, desde ese establecimiento educacional, las puertas de mi colegio, un 29 de marzo como hoy, luego de conversar cortito conmigo y darme un beso como acostumbraba hacer, mi papá fue secuestrado junto a José Manuel Parada, quien iba a dejar al colegio a su hija Javiera. El día anterior, varios dirigentes de la AGECH habían sido raptados y luego interrogados en “La Firma”, el antiguo cuartel del Comando Conjunto, convertido ahora en central de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (DICOMCAR). El publicista y artista plástico Santiago Nattino también había sido secuestrado horas antes.

Luego de 24 horas de intensa búsqueda y manifestaciones masivas para que sus raptores nos devolvieran con vida a José Manuel y Santiago Nattino y a mi padre, el 30 de marzo de 1985 aparecieron sus cadáveres degollados y desangrados, con marcas de tortura, en las cercanías del aeropuerto internacional de Santiago, en la comuna de Quilicura. En el triple secuestro y homicidio, conocido como el “caso degollados”, participaron varios de los mismos agentes del “Comando Conjunto” que habían secuestrado, baleado y torturado a mi padre el año 1976. Hoy la mayoría de ellos cumple condena en la cárcel de Punta Peuco, más no así los autores intelectuales del crimen que gozan de impunidad.

En esos días tristes pude comprobar el grado de conmoción que tuvo el pueblo chileno y la comunidad internacional ante esta pesadilla hecha realidad. Manifestaciones masivas por todo el globo recorrieron las calles asumiendo una de las frases que mi papá había pronunciado en una ocasión en un discurso ante los profesores: “¡Revanchismo jamás! Queremos Justicia, nada más, pero tampoco nada menos.” Muchos fueron los jóvenes patriotas que a raíz de este acontecimiento se hicieron parte de la lucha antidictatorial, y la romería y el entierro multitudinario fue una muestra rotunda de que la unidad del movimiento opositor a la dictadura era posible. De este modo, creo, la muerte de mi padre, José Manuel y Santiago, trajo vida: la caída de la dictadura debía ser inminente.

Al poco tiempo del asesinato de mi padre, Owana dio a luz a Manuela Libertad, mi nueva hermanita, hija póstuma, símbolo de vida, del joven luchador, el Mañungo, que no estando nos sigue acompañando, dando luz, fuerza, corazón y razón para cada una de nuestras pequeñas vidas.

Yo postulo que no debemos para de recordar y conmovernos con lo ocurrido, pero desde el recuerdo positivo de las vidas de los Manueles, cuyas huellas generosas ni siquiera un crimen de lesa humanidad fue capaz de borrar.

Lo acontecido, el secuestro y crimen, nos exije exijir justicia permanente por lo perdido. Pero eso es solo un nivel del compromiso que voluntariamente adoptamos, porque los Manueles no solo nos han dejado una deuda que no seremos ni queremos jamás de terminar de saldar, sino que nos regalaron algo mayor con su vida: la oportunidad para nosotros mismos de ser diferentes. Algo nos pasó, nos debe pasar con lo que pasó en ese marzo  de 1985, que desde tal fecha es y será todos los marzos que vengan. Nos pasó que nos dimos cuenta que el terrorismo de estado no solo compete a los milicos, sino a nosotros mismos, que como personas simples y como humanidad, a través de este crimen, pudimos conocer la finitud de nuestra existencia, de lo que es capaz el ser humano, y por sobre todo de lo que debemos ser capaces de evitar que vuelva a ocurrir.

Confío en las nuevas generaciones, por la promesa de vida que portan. Pero para que el nunca más sea efectivo en ellos debemos ayudarlos a recordar lo que no conocieron, pero que forma parte de su historia, de nuestra historia que podemos construirla como compartida a través de los Manueles y nuestra relación de admiración y cariño hacia ellos. Lo relevante con los niños y la juventud no son solo los contenidos por los que lucharon toda su corta existencia. Sino el amor, entrega y dedicación con lo que lo hicieron, que es lo que señala un camino de conducta humana
del cual no terminaremos nunca de aprender y evaluarnos a nosotros mismos desde su sencillez.

Creo en la alegría para recordar, que no es negación de la tristeza que nos provoca que los Manueles no estén. Es recuperar la decisión de vivir la vida sin cortapisas, de disfrutar del que está al lado, de la familia, el amigo, la pareja, los hijos, los desconocidos por conocer. Asumimos nuestro dolor con dignidad, sin melancolía, con la felicidad de saber que hubo personas como los Manueles -profes, buenos padres y ciudadanos comprometidos- ya que por ellos ya sabemos que hay esperanza en una humanidad mejor. José Manuel y Manuel no son una excepción, sino ejemplos ejemplares de una manera de vivir la vida como seres humanos en los que nos reconocemos y queremos proyectarnos, para que ojalá día a día seamos más, por ellos, por
nosotros mismos y por los que nos siguen.

Nuestra lucha sigue siendo por el triunfo de la vida sobre la cultura de la muerte, de la creatividad sobre la uniformización, del vuelo libre por sobre la marcha marcial o fúnebre, del riesgo responsable por sobre la rutina maquinal. Creemos que con los Manueles y don Santiago Nattino, que tambié nson los Victor, Salvador, Lumis Videlas y Martas Ugarte, los padre André Jarlan, tenemos la oportunidad de renacer de manera individual y colectiva desde el compromiso con la democracia con justicia social, derrotando con nuestro amor a la vida día a día, en cada acción diaria más nimia, al exterminio que ya sabemos que puede estar ahí en la vuelta de la esquina, en las puertas de tu colegio.

José Manuel, Manuel, Santiago y el tío Leo, desde esa esquina de Av. Los Leones con El Vergel nos inundaron con su amor valiente, sin precio, sin límite, puro regalo y don para que no perdamos la brújula, el rumbo de nuestra sangre, para que nos fijemos en lo esencial y desde ahí hagamos mundo, política, arte, barrio, familia. Encendiendo velas de vida, fuegos creativos, inventando mundos mejores.

28 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] Regreso al interior


En 1982, tras haberse separado de mi madre, mi papá retornó a Chile. Antes, sin embargo, pasó a despedirse de nosotros que estábamos junto a América y mamá viviendo en Barcelona, como paso previo para regresar a Chile. Mi padre estuvo un día junto a nosotros. Salimos a pasear por la Rambla, recorriendo desde la plaza Cataluña los distintos puestos de pintores y pajareras hasta llegar al monumento a Colón. 
Ahí, junto al mar observamos admirados la pequeña embarcación con la que el genovés 
fue capaz de cruzar el océano para llegar hasta nuestro continente americano.

La cercanía vivida con mi padre en aquella oportunidad fue muy especial. Estaba extremadamente sereno y tierno. Claro, con mi hermana no alcanzábamos a dimensionar que se trataba de su despedida, tal vez definitiva, de nosotros. Pues el riesgo que corría al regresar a Chile era completamente real.

Mi padre llegó a Chile y policía internacional inmediatamente lo llevó a un lado. "Es él", recordó más tarde que se decían entre sí los funcionarios. Le hicieron algunas consultas acerca de los viajes que aparecían timbrados en su pasaporte y luego lo dejaron ir, sin dejar de seguirlo con un vehículo hasta la casa de mis abuelos en Maipú. De esta manera, el régimen de Pinochet inmediatamente le hizo ver que no lo habían olvidado.

Sin embargo, mi padre, incluso tal vez como un modo peculiar de protegerse, no radó en hacerse parte del movimiento gremialista del magisterio, organizando en primer lugar a los profesores cesantes. Pronto llegaron las órdenes de detención y seguimientos a las cuales se tuvo que acostumbrar su nueva compañera de vida, la hermosa Owana Madera. El movimiento de masas contra la dictadura se intensificó y mi padre decidió formar parte de la creación del Movimiento Democrático Popular que aglutinaba al conjunto de movimientos de izquierda política de Chile y propugnaba no solo el término de la dictadura sino el establecimiento de un gobierno democrático popular. En 1984 asumió la presidencia del Consejo Metropolitano de la Asociación Gremial de Educadores de Chile, AGECH.

A pesar de esta intensa actividad política y social no dejó de lado su actividad favorita de profesor primario, trabajando primero en un liceo en Conchalí y luego en el Colegio Latinoamericano de Integración, donde pude compartir con él como alumno y conocer otra faceta de su actividad y personalidad.

Con Owana se habían conocido durante el exilio en Budapest, Hungría. Los ojos intensos de esta joven chilena de origen nortino -hermana del Pato Madera, uno de los muralistas fundadores de las Brigadas Ramona Parra y yunta con mi padre- así como el entusiasmo con que ella asumía el trabajo con los niños, lo cautivaron y enamoraron. Muchos fueron los poemas de amor que le escribió mi padre a Owana, y siempre se les pudo ver juntos, acompañándose, incluso bajo Estado de Sitio.

Yo había conocido a Owana también en Hungría, cuando ella era la encargada de pioneros de la comuna donde yo vivía. Muy atractiva, todos los preadolescentes chilenos que hacíamos actividades con ella la mirábamos fascinados, que es como aún hoy miro a la bella Owana que transmitía mucha pasión al tocar la guitarra, cantar y de permanente risa. Los años que mi padre estuvo junto a ella siempre lo vi feliz, profundamente enamorado, por lo que junto a América siempre le estuvimos agradecidos a Owana y le tomamos muchísimo cariño.

En 1984 mi padre fue contactado, junto a su antiguo amigo y camarada José Manuel Parada, por la periodista Mónica González, quien tenía en su poder un largo testimonio de Andrés Valenzuela, alias “el Papudo”, un ex agente del Comando Conjunto que había participado en la detención de mi padre en 1976. Papá y José Manuel venían trabajando hacía años en la recopilación de testimonios de personas que habían sido víctimas de la represión, mi padre desde el exterior y José Manuel con base en el centro de Documentación de la Vicaría de la Solidaridad. Por lo mismo, ambos fueron uno de los primeros en darse cuenta que existía un organismo represor transversal que integraba a agentes de todas las ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden, el “Comando Conjunto”. El testimonio de Andrés Valenzuela requería ser verificado, razón por la cual Mónica González les pidió a ambos que lo validaran. El relato resultó verídico, y en él no sólo se señalaban los nombres de los agentes del Comando, sino que por primera vez se conocía el destino final de muchos detenidos desaparecidos, compañeros de juventud de ambos.

En octubre de 1984, Mónica González, mi papá y José Manuel decidieron publicar el relato apenas Valenzuela estuviera fuera del país. Sin embargo, el régimen militar decretó Estado de Sitio y prohibió la circulación de las revistas de oposición Cauce, Análisis, Apsi y Hoy. Si bien Andrés Valenzuela logró salir del país, la publicación de su testimonio se produjo en forma no programada, lo que puso en alerta a los agentes activos del “Comando Conjunto” quienes iniciaron la búsqueda del único sobreviviente del mismo, Manuel Guerrero Ceballos. En una extraña coincidencia, por orden directa del Augusto Pinochet, el Ministro del Interior –Sergio Onofre Jarpa- decretó una orden de captura contra mi papá, quien junto a Owana, nuevamente se vio obligado a vivir en la clandestinidad.

A esa fecha yo estudiaba en el Instituto de Estudios Secundarios de la Universidad de Chile, ISUCH, un colegio vinculado a la Facultad de Arte de la Universidad de Chile que estaba dirigido a estudiantes con talentos y dedicación a la música y la danza clásica. Yo desde los ocho años de edad estudiaba guitarra clásica, por lo que cuando llegamos a Chile junto a mi madre y hermana siguiendo a mi padre en 1982, di el examen y me incorporé al ISUCH y al “Conservatorio”.

Como todo estudiante de música “docta” le dedicaba varias horas al día a practicar la guitarra y estudiar solfeo y armonía. A eso me quería dedicar para toda la vida y, mi maestro, Ernesto Quezada, me alentaba, pues estaba convencido que tenía especial talento para las seis cuerdas.

Mi padre era el encargado de conseguirme las fotocopias para las partituras que eran carísimas y escasas. Sin ellas era imposible estudiar, por lo que no podía fallar, de lo contrario se debía enfrentar a mi desazón y a las penas del infierno de mi madre! A último minuto, con escasas horas de anticipación a mis clases mi padre llegaba con las fotocopias y yo me encerraba a practicar de cabeza. Lo divertido de la situación es que las fotocopias eran de pésima factura, pues mi padre contaba con nada de recursos, de hecho no almorzaba, decía que “como loro, pasaba por el alambre”. El pentagrama, los sostenidos y bemoles, las notas musicales, los fortes y los crescendo se confundían en unas fotocopias donde la tinta apenas se había fijado por la mala calidad de la hoja. Así es que ahí me encontraba como Champoleon descifrando las obras de Carcassi y Mauro Giuliani e inventando versiones propias de los pasajes que no lograba leer… Mi maestro me miraba y movía su cabeza, pero me tenía tal cariño y fe que amablemente repasaba con su lápiz grafito las partituras para que las piezas sonaran como debían. ¿Dónde diablos imprimía mi padre tan malas fotocopias? ¡Ya me imagino a mi padre pidiéndole a los compañeros de su Partido que en las imprentas que editaban clandestinamente miles de miles de panfletos llamando al Paro Nacional por favor le imprimieran una partitura de guitarra clásica!

Sin embargo, la historia familiar, así como la propia situación nacional que estaba muy convulsionada en los esfuerzos del pueblo chileno de derrotar la dictadura, me llevaron a entrar a militar desde los 14 años –igual que mi padre en su época- en las Jota, como le decíamos cariñosamente a las Juventudes Comunistas de Chile. La misión era democratizar los Centros de Alumnos que habían sido prohibidos por el régimen. Las largas asambleas, marchas, concentraciones y reuniones comenzaron a mermar mi desempeño en el Conservatorio. Mi maestro, con mucha preocupación y cariño, nos planteó a mi madre y a mi: “Manolito tiene que optar, tiene que darse cuenta que se tiene que casar con la guitarra”. La verdad es que yo amo la guitarra, hasta hoy, pero el compromiso social y político era la opción que creí que debía tomar en ese momento. Ello implicó, no obstante, que me salí de una carrera profesional que se comienza de muy pequeñito y que no admite interrupciones.

25 marzo 2007

[Algo sobre mi padre] Ser humano


A fines de noviembre de 1976, finalmente pudimos salir, junto a mi padre, madre y hermanita, rumbo a Suecia, bajo el amparo del Comité de Migraciones Europeas. En el trayecto, el avión hizo escala en un país africano y se detuvo por algunas horas para cargar combustible.

Bajé del avión junto a papá para estirar un poco el cuerpo. Ahí nos topamos, en el hall central del aeropuerto, con un hombre alto, de tez negra, que vendía productos típicos de su país. Mi padre se le acercó curioso, pero se vio frenado por mi mano de niño que se resistía a ir con él. Yo nunca había visto a un hombre negro en toda mi vida. El vendedor, que se dio cuenta de la situación, entretenido me extendió su mano en señal de amistad, pero yo escondí asustado la mía. Ante eso, mi papá pacientemente me explicó que todos los hombres somos lo mismo, seres humanos, y aunque cada uno sea diferente en su aspecto y costumbres, siempre hay que tener presente que el otro es un igual. Para darle mayor énfasis pedagógico a estas ideas, mi papá le guiñó el ojo al vendedor y se tomaron de la mano como viejos amigos. Luego de ello me invitó a que hiciera lo mismo. Ya estimulado por el ejemplo de papá, le di la mano al vendedor, pero no pude evitar mirarme luego la mía para comprobar si se había manchado. El vendedor, mi papá y la gente que se había agolpado a observar esta pequeña escena no pudieron reprimir la risa.

En el exilio, mi padre se dedicó fundamentalmente a denunciar los atropellos a los derechos humanos en Chile, y a coordinar actividades de solidaridad mundial desde su cargo de encargado internacional de las Juventudes Comunistas. Publicó, además, el libro testimonial “Desde el túnel”, que narra la detención que sufrió en 1976, y en forma diaria se dirigió a los jóvenes de Chile a través de la señal de Radio Moscú infundiéndoles valor y esperanza en la capacidad del pueblo trabajador para retomar la lucha por sus derechos.

Pero el exilio no es fácil como muchos puedan creer. Se trata de entrar en contacto, en forma obligada, con otras culturas, sabores, chistes, idiomas, escalas de valores, en fin... es cambiar de mundo de la vida. Y siempre con la condena rondando que no puedes volver a donde perteneces, a tu cordillera, al mar, al asado familiar, a hinchar por tu equipo de fútbol, a formar parte de las luchas y esperanzas de tu pueblo, con sus defectos e imperfecciones, pero que sientes propias. Esta situación altera la convivencia familiar, vuelve hipersensibles a las personas, y surge la incomprensión. Tal fue el caso de mi familia también.

En 1981, cuando ya tenía once años, papá me hizo emocionado una invitación curiosa: que lo acompañara a Moscú. En ese entonces vivíamos en Újpalota, una de las comunas donde más chilenos residían en Budapest, la capital del país de los hunos. Su emoción era grande y verdadera, por lo que feliz acepté la propuesta, a pesar de que el viaje tendría una duración de un mes, lo que implicaba dejar a mi hermana Erika sola con mamá por demasiado tiempo.

Papá ya casi no pasaba en casa, su relación con mamá ya estaba desgastada al límite, la separación se veía inminente, por lo que con Erika nos habíamos juramentado que pasara lo que pasara no aceptaríamos que nos hicieran decidir a nosotros con quién quedarnos. Papá quería que al menos yo me fuera a vivir con él, y mamá no quería separarnos entre los hermanos. La situación se complicó y un tribunal de menores húngaro tomó en sus manos el caso. Le practicaron exámenes psicológicos a mamá, para ver si existía alguna causal patológica que impidiera que se hiciera cargo de nosotros.

Papá era un alto dirigente de la Juventud, y su relación de más de una década con mamá era citada por el Partido como ejemplo a seguir. Habían sobrevivido juntos muchos trances extremos: la intensidad de la construcción y defensa del gobierno del Presidente Allende; evitar ser capturados durante el golpe militar; vivir clandestinamente durante años intentando componer la resistencia antifascista; la desaparación de prácticamente toda su generación en manos del temido Comando Conjunto, y por sobre todo, la propia captura y desaparación por meses de papá hasta que mamá logró encontrarlo y presionar para que lo liberaran y nos dejaran salir vivos fuera de Chile.

Así llegamos a Budapest. Fuimos recibidos por la comunidad chilena con alegría y recelo. Eramos héroes y villanos a la vez. Que llegara alguien del "interior" era una gran cosa, y más aún si se trataba de alguien que pertenecía a la Comisión Política. Pero la desconfianza era inmensa, ¿cómo es que logró sobrevivir a la desaparición, a la tortura, a la prisión? ¿no será un colaborador? De este modo, el primer tiempo en Hungría si bien fue maravilloso para mis padres, pues estaban a salvo del horror pinochetista, también fue un espanto, toda vez que papá tuvo que demostrar con lujo de detalles el modo en que logró salir vivo del infierno. Para el Partido sólo existían dos opciones: papá era un traidor o era un héroe vivo como pocos. Finalmente optó por la segunda alternativa, y así, por defecto, la relación de papá con mi madre se consolidó como el modelo a seguir.

¿Pero qué ocurre cuando la mujer del héroe, por los motivos que sean, ya no quiere seguir siéndolo? Un héroe vivo claramente no puede recibir tal trato; los héroes son los que nos alientan, nos conducen como maestros al porvenir. Un héroe triste y solo, enojado y quebrado por una relación de pareja no es admisible, pues al Hombre Nuevo no le deben entrar balas, debe estar siempre a la altura de su papel de vanguardia, y su mujer, claro, de jugar el rol de la gloriosa retaguardia.

Por ello, a la menor noticia de que mamá sentía distancia hacia papá el Partido intervino. Altos dirigentes viajaron desde Moscú para conversar con la pareja junta y con cada uno por separado. Había que entrar en razón, ustedes no se pueden separar, inténtelo nuevamente.

Lo que pudo deberse a un gesto de buena voluntad del Partido fue vivido por mi madre como la gota que rebalsó el vaso. Así, la inicial duda de mamá de si seguir o no una relación que ya se había desgastado entre tanto viaje que realizaba papá organizando la solidaridad internacional con Chile, se convirtió primero en ira, y luego en convicción. Papá enamorado llegaba de sus viajes, entraba al departamento pero dormía en el living. Las discusiones era fuertes, hirientes. Con Erika nos pegábamos a la pared para escuchar los términos del conflicto, pero nunca pudimos sacar nada en claro. Sólo vimos angustia, dolor, rabia.

Cuando ya no había retorno a la relación, mamá abrió la puerta y con lágrimas en los ojos le pidió a papá que se fuera. Ésté la miró incrédulo y se quedó de pie, sin moverse, y sin decir nada. Mamá mantuvo la puerta abierta, por lo que me dí cuenta que ya no había nada que hacer. Mientras América lloraba afirmada de las piernas de mi padre, yo ubiqué un bolso y me puse a guardar su ropa, su música favorita, su cepillo de dientes y su colonia Tabac. Ya nadie decía nada, sólo se oían los gemidos entrecortados de América. Me puse el bolso al hombro, tomé la mano de papá y nos pusimos a caminar en silencio. Tras nuestro oímos cómo se cerraba la puerta.

El tribunal de menores demoraba en pronunciarse. Pasaban las semanas y la comunidad chilena tenía un excelente tema de conversación sobre el cuál debatir y tomar postura. Para nosotros con Erika la escena era asfixiante. Por ello la invitación de papá de acompañarlo a Moscú fue extraordinaria. ¡Estaría en uno de sus viajes, visitando Compañeros, viendo cómo se organizaba la lucha! Pero no, el viaje tenía un alcance mucho más profundo que ese.

Luego de varias horas de vuelo, papá se puso nervioso y me apuntó a que mirara por la ventana del avión hacia un paisaje completamente blanco de nieve. Se acercó a mí y me habló muy bajo al oído: "Esta es la tierra en que los trabajadores por primera vez en la historia hicieron su propia Revolución. Estoy feliz hijo de mostrarte el país de Lenin y Yuri Gagarin."

Miré a papá y lo aprecié distinto. Me tomó las manos y esas manos no eran las del adulto, del dirigente, del héroe que todos admiraban o estaban dispuestos a hacer lo imposible para manchar sus proezas. Su admiración por ese país en ese momento era sencilla, venía de muy lejos, probablemente de su infancia pobre, de cuando su abuelo zapatero le hablaba de todo lo que los proletarios en el mundo habían logrado organizándose. Mi papá miraba orgulloso ese tremendo pedazo de tierra blanca y se sentía emocionado de hacerme partícipe de ese rito iniciático cósmico. Claramente se trataba de algo que trascendía la lucha contra el tirano de turno, que trascendía el país de donde uno hubiere nacido. Me dí cuenta que para él se trataba de algo que trascendía a mamá, a América, a mí, a él.

Lo que él me mostró desde ese avión era la explicación de sus viajes, de su ausencia; me estaba entregando la clave y motor de su propio vuelo por la vida, un vuelo que fue corto, pero intensísimo: como Dédalo intentó atrapar el sol para dárselos a los demás, y en ese intento cayó derretido con toda su humanidad. Pero hizo el intento y eso es algo que respeto en él, porque lo hizo por convicción desinteresada, como un don, sin cálculo.

Yo no creo en héroes, sino en personas de carne y hueso, con sentimientos y convicciones y proyectos que laten, se quiebran, renacen, vuelven a caer para otra vez levantarse. Es lo que conocí con papá. A un ser humano. Y eso me basta, se lo agradezco y celebro.